martes, 9 de junio de 2009


De la egología a la dimensión interpersonal[1]



Se puede decir que hay dos polos generales de antropologías: la que se polariza en torno a una conciencia individual y autosuficiente, individualismo; y la que concede la primacía a la comunión inmediata con el otro hombre, y rechaza la autosuficiencia del yo, colectivismo. Trataremos cada una de ellas y una posible solución o postura equilibrada entre ellas.



1. Absolutización y pérdida del yo.



A partir de Descartes, el hombre moderno es interpretado como individuo solitario, encerrado en sí mismo y aislado de los demás. Es una antropología del yo solitario (egología), por un lado racionalista e idealista y por otro empirista materialista.



a) Pérdida del yo en el idealismo:



Cogito, ergo sum. El hombre “piensa” al mundo, la verdad fundamental del hombre está en el mismo hombre, esto es, en la persona individual que reflexiona sobre sí misma. Para afirmar la existencia del otro necesitamos un juicio de la razón, una especie de razonamiento. Este razonamiento consiste en tres puntos: primero nos conocemos a nosotros mismos (conciencia cerrada); segundo, conocemos la exteriorización en el cuerpo; tercero se descubre que hay, entre las cosas objetivas, algunas que representan expresiones análogas con las que expresamos nuestra interioridad, por tanto esas expresiones tienen que ser causadas por un sujeto igual a nuestro yo.



El yo del cogito es un yo frecuentemente empobrecido, un yo abstracto que puede llegar a absolutizarse. Se cae entonces en el solipsismo, que es una pérdida del yo.



b) Pérdida del yo en el empirismo.



Hume decía que el yo es en el fondo el resultado de múltiples impresiones e ideas. Es el conjunto de sucesiones, lo que me constituye, por medio de la ley de semejanza, de concatenación y la de causalidad. Las percepciones sucesivas causan la idea de un espíritu; pero se nos escapa esencialmente el lugar donde esto sucede y la forma con que se realiza.



Los intentos de la antropología moderna que se empeñan en comprender el misterio del hombre a partir del yo solitario y orientado hacia el conocimiento del mundo acaban consiguientemente con la pérdida misma del hombre.



2. Tentación del colectivismo



El colectivismo implica una determinada concepción social y económica, y ha surgido, en gran parte, por los excesos causados por el individualismo. Según M. Buber[2], el colectivismo pretende liberar al hombre de esa soledad en que se encuentra como consecuencia del individualismo tomado como ideología de la cultura moderna. Para K. Marx, sólo el colectivismo es capaz de superar las alienaciones sociales y económicas, porque la esencia del hombre es colectiva.[3] Algo similar decía Feuerbach “la esencia del hombre no es algo abstracto que habita en el cuerpo, sino que la verdad auténtica es la suma de sus relaciones sociales”. No son los individuos los que forman la sociedad, sino que es la sociedad la que forma a los individuos.
El problema de esta concepción es que el valor de las relaciones interpersonales se mide por la posibilidad de transformar el mundo, o sea, el encuentro con el otro se hace a través de las cosas, y de ellas recibe también su significado. El individuo se diluye en la colectividad.



3. Afirmación de la relación interpersonal



Una postura intermedia, posible solución al individualismo y al colectivismo, es la de M. Buber y E. Levinas:



a) Visión existencial de M. Buber



Insiste en la estructura dialogal o interpersonal del hombre. En su obra Ich und Du (1922) afirma la presencia de la relación, no sólo con las cosas, sino con el otro hombre (yo-tu). Estas relaciones se caracterizan como experiencia (con las cosas) y encuentro (con otro hombre), o como saber y diálogo, respectivamente. Para Buber la relación con el tú no es solamente una relación entre las demás, sino la relación por excelencia, el primun cognitum, el hecho primario de toda antropología y de toda filosofía. Antes de toda relación con el mundo e independientemente de ella, cada uno (el yo) tiene una relación con el otro (el tú). El tú, a diferencia de la cosa, no aparece jamás como sometido al yo o dependiente del yo, y por tanto está desligado fundamentalmente al modelo dueño-esclavo. Esto supone la exclusión de todo dominio del yo sobre el tú y del tú frente al yo. En el encuentro, el hombre se hace auténticamente yo y el otro auténticamente tú.



Tenemos entonces que la verdadera realidad, el verdadero ser no es ya la subjetividad, sino el encuentro de las personas: lo intersujetivo que se constituye en yo y tú. Esta realidad interpersonal no está separada del Dios creador que da el ser al hombre. Por eso el encuentro con el tú es también el camino hacia Dios.



b) El aporte de E. Levinas.



Levinas critica la egología basada en el cogito de Descartes y afirma la primacía del otro como verdad fundamental del hombre y lugar de sus dimensiones metafísico-religiosas. La interpretación del hombre basada en la primacía del cogito y la orientación hacia el mundo material está marcada por la voluntad de poder, o sea, la idea de la afirmación de sí: realizarse a sí mismo, afirmarse incluso a costa de los demás, utilizar a los demás como medios. Y como consecuencia de esta interpretación inmanentista del hombre está el ateísmo.



Pero Levinas afirma la primacía clara del otro, indicada generalmente como “epifanía del rostro”. Esto implica: 1) la certeza del otro como otro se impone con su propia fuerza; 2) el reconocimiento del otro no se da solamente a nivel intimista y privado, sino que debe ser esencialmente ético y objetivo: el otro exige ser reconocido en el mundo por el hecho de ser constitutivamente un ser indigente.[4]



El otro se revela o se manifiesta (epifanía), no está ahí porque haya sido “pensado” por mí, o porque yo haya logrado formular ciertas teorías atrevidas que confirmen su existencia. El otro irrumpe en mi existencia, se impone por sí mismo, se asoma con su propia luz, presentándose con innegable certeza. La epifanía del rostro significa para Levinas la presencia inmediata (la desnudez del rostro) del otro como otro. Esto no puede disociarse de la dimensión ética; cualquier ser humano desea ser alguien para los demás, y verse tratado del mismo modo. Es preciso reconocer al otro en el mundo, no sólo por justicia, sino también por bondad.



Dice Levinas: “El hecho último es la relación de ego con el otro, esto es, mi acogida del otro; aquí las cosas no se manifiestan como aquello que es construido, sino como aquello que es dado”. [5]



Por último, encontrarse cara a cara con el prójimo es también encontrarse ante el Altísimo, que exige ser reconocido en la exigencia de reconocimiento del otro. “La dimensión divina se abre a partir del rostro humano”. [6]



[1] Cfr., Joseph Gevaert, El problema del hombre, Sígueme, Salamanca, 1981, p. 31-46.
[2] Cfr. M. Buber, Das Problem des Menschen, en Werke I, München 1962, 401.
[3] Cfr. P. D. Dognin, Introduzione a Kart Marx, Roma 1972, 56-64.
[4] Cfr. E. Levinas, Totalité et infini, Essai sur l´exteriorite, Den Haag, 1961, X-XI.
[5] Ibid., p. 49.
[6] Ibid., p. 50.

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