
Ya hemos dicho, la persona del Yo se identifica con los otros Yoes, es decir el Tú, y es algo que es inminente, ya que puede reconocer en él atributos que lo caracterizan como ser humano, pero a pesar de que esto resulta indiscutible, el hombre, en su libertad y su conciencia, puede tener una “tendencia separatista de mi yo, he aquí lo que constituye la realidad trágica de la condición humana”[1], esto es posible en cuanto la persona decide aislarse y no reconocer en el otro el medio de su humanización, intenta desvincularse de los otros Yoes y rechaza la comunión de conciencias, esto constituye una realidad trágica en la condición humana porque no forma parte de su naturaleza relacional, al tender o querer separase del otro no se humaniza.
Al contrario de la tendencia separatista está la búsqueda del Tú en donde se encuentra al Yo, en dicho encuentro “el yo se transforma por la contemplación del tú; hace falta que él se entregue y renuncie por el tú a los fines de su individualidad separada. Hace falta que tome los fines del otro […] el tú será modificado, no solamente por el hecho de que él es el fin de mi yo amante, sino más todavía porque él llega a ser a su vez un yo amante”[2]. Esto además de ser parte constitutiva del Yo y el Tú se refiere en gran medida a lo que es la reciprocidad de las conciencias, pues implica un cambio de esas conciencias a través de la contemplación y el contacto que hay entre ambos, además de la contemplación hace falta, para que haya una verdadera transformación del Yo, la voluntad del individuo manifestada en la renuncia y entrega a la otra persona; esto lo unirá y alejará de la tendencia al aislamiento.
Pero ¿Por qué hablar de una transformación de mi Yo en referencia al Tú? Si se habla de esta conversión y adecuación, en cierta medida de uno hacia otro, es en primera instancia por la voluntad propia que hay de llevar a cabo dicha unión, y también se debe al amor, pues el cambio por sí sólo ya no será visto como un fin, sino que es una causa de la persona amada, pues al sentirse de tal forma, como Yo amante, se implica más en la relación tomando los fines del otro. Hay que tener en cuenta que el Yo no se olvida de quien es, esto es, no deja de ser él mismo, sigue siendo ese Yo pero transformado, no se olvida de su antes, por tanto, no implica la pérdida de su personalidad. De ahí que el hablar de afectos en las persona resulte una brusca revelación que transforma a los Yoes que se ven implicados con los Túes.
Cuando se trata el tema del amor interpersonal puede suscitar que se piense en el amor a la humanidad, entonces amar al Tú y convertirse por el amor a ese Tú lleva implícito la transformación hacia la humanidad, no, esto no es así, ya que “el amor personal de la humanidad no está psicológicamente contenido en el amor de una conciencia humana”[3], no es lo mismo afirmar, obrar, donarse y configurarse a una conciencia a hacer lo mismo ante las conciencias del mundo, pues ahí está la masa, la colectividad, aún más, no se puede concebir que el Yo se entregue de la misma forma ante la conciencia amada y un grupo de personas, e incluso ante ese Tú recíproco y otro, pues son conciencias diferentes entre sí que no se pueden igualar ni comparar; si yo digo amo al Tú luego entonces amo al mundo, hago referencia a un amor impersonal a ese mundo del que hablo porque no entro en contacto directo con ello, no hay presencia ni en el grado corpóreo, entonces no puede haber reciprocidad verdadera.
Volviéndonos a centrar en una relación más estrecha, pero a la vez más profunda que es la díada Yo-Tú, debemos de tener presente que ambas personas son diferentes, pero que en cierta medida son idénticos, de ahí que “no se comprende nada en la percepción del otro si se rechaza el reconocer, por una parte, que la relación de alteridad entre el yo y el tú es fundamental, y por otra, que el yo está puesto como idéntico de una cierta manera en el mismo tú”[4], por tanto desde la persona misma se tiene que percibir al otro como diferente e idéntico, de esto no pensemos que nos referimos a reconocer a la persona o no, simplemente reconoceremos la relación entre ambos, ya sea en acto o en potencia de ser un Nosotros. A través de lo anterior hemos dicho que es más estrecha porque implica a una sola conciencia y no a la colectividad, y es más profunda porque al ser una sola no se puede disolver la relación ni la persona en la masa de conciencias, y así adquiere una dinámica propia y peculiar que la caracteriza de todas las demás relaciones.
Si hemos dicho que las conciencias se relacionan verdaderamente de tal forma que cuando existe reciprocidad en dicha relación hay una trasformación y adecuación de una a la otra, no podemos olvidar que antes de iniciar dicha relación se parte de quien es, de la personalidad que el Yo posee, teniendo en cuenta que ella se va formando a través de las mismas relaciones que ha vivido, más “la identidad personal supone una causalidad intersubjetiva que provoca la identidad: se requiere al otro como sujeto; es así nuestra voluntad, y nuestra voluntad se quiere por y para él”[5], entonces, es fruto de la interacción con el Tú mi identidad, la cual entra en juego con otras.
Asegurar “una identidad completamente homogénea y negativa es impensable. Hay identidad porque hay diversidad y no hay más que seres diferentes que pueden ser idénticos”[6], lo cual remarca lo antes dicho respecto a la diversidad e identificación que hay entre los hombres; es meritorio en el hombre reconocerse de esta forma, pues logra, en cierto punto, tenerse por necesitado y limitado en su condición de hombre, lo cual representa acudir a la persona del otro para alcanzar mi conformación como persona íntegra que se va perfeccionando con el otro, ya que de otra manera no puede ser.
Sin embargo, hemos hablado de la capacidad del hombre de reconocer o no al otro, lo que en Sartre sería darle o quitarle la existencia al Tú, en el pensamiento de Nédoncelle “el único caso en donde el otro puede ser juzgado equivalente a un no-yo es el de la ignorancia radical o de la indiferencia entera en relación al tú. Se considera al otro como un no-yo cada vez que uno le trata como una cosa de la naturaleza, como un medio […] la indiferencia hace posible el conocimiento frío de la instrumentalización”[7], esto difiere de Sartre porque no es que quede anulada la existencia del otro, sino, más bien hay un utilitarismo hacia el Tú, hay reconocimiento de su existencia pero no como persona sino como un objeto más de la naturaleza, del cual me puedo servir para mis fines, eliminando a la persona como el fin mismo y teniéndola como instrumento para mis fines.
De aquí que afirme que en el pensamiento de nuestro autor no se arroja al hombre a la formación de la díada de tal forma que sean inevitables dichas relaciones, sino que se ve en la necesidad del otro, y en su voluntad elige la formación de dicha intersubjetividad, esto es, el hombre como ser libre que opta por la construcción de sí y del otro, o por el contrario niega al otro como fin y lo toma como instrumento, es decir, no hay díada. El hombre no está sometido irremediablemente a la díada recíproca, sino que sólo tiende y la necesita para su construcción y humanización.
Al haber hablado de que el hombre no está determinado o arrojado irremediablemente a relacionarse de tal forma que alcance la construcción de la díada amorosa, se abre la puerta para hacer la diferenciación entre el Tú, el Yo y el individuo, puesto que ellos son los agentes que intervienen en la relación que se va formando, según Fichte:
el concepto del tú se forma por la unificación de él y del yo, el concepto del yo es, en este sentido, relacional, mientras que el concepto de individuo es la síntesis del yo consigo mismo. […] el yo supremo no puede manifestarse y vivir más que en una pluralidad de rostros recíprocos; por consiguiente, cada individuo razonable debe consentir limitar su libertad a fin de respetar el desarrollo del otro, en un reino de fines en sí “tú debes de tratarlos a ellos como seres consistentes, libres, en sí mismos constantes y de esencia completamente diferente de ti”.[8]
En este sentido el Yo y el Tú se identifican por su unión y necesidad mutua, eso es lo que les da consistencia a ambos, a diferencia del individuo que se relaciona consigo sin salir al encuentro de alguien diferente de él; por otra parte, el yo supremo, entendiéndolo como el Tú Absoluto en Nédoncelle, es quien habita en las díadas. En relación a lo anterior, popularmente se puede decir: “trata a los demás como quieres que ellos te traten”, pero desde Fichte sería tratarlos según su naturaleza, sus atributos, no olvidar que el Yo y el Tú son seres semejantes, poseedores de libertad y voluntad, el uno y el otro tienen consciencia de sí y de lo que les circunda, y por tanto tiene que existir en el individuo ciertos límites que nos permitan no afectar a la integridad del otro.
No caigamos en el error de tomar una postura dualista en la que consideremos al Yo y al Tú como los buenos y al individuo como lo malo o lo imperfecto, pues no es así, porque si hemos dicho que para poder considerar la relación del Yo con quien está fuera de él, hay que tener en primera instancia una relación consigo mismo, del Yo con el Yo, ya que se va a interactuar a partir de quien es, a partir de su carácter, el cual “no es más que la primera etapa en el acto de ser uno mismo”[9], si bien es cierto que el individualismo sería una tendencia que nos lleve a la incapacidad de conocer y conocernos, no es el individuo lo inadecuado en la persona, pues en cierta medida todos somos individuos que nos relacionamos con nosotros mismos, pero trascendemos moviéndonos hacia el encuentro con los otros.
EL NOSOTROS
Ya que hemos hablado de las diferencias y similitudes ente el Yo, el Tú y el individuo, es conveniente que abordemos lo referente al Nosotros, pues en la filosofía personalista en general y específicamente con Maurice Nédoncelle, ese Nosotros es la unión, el encuentro o la interacción entre los seres humanos. Si se ha hablado de reciprocidad, de amor, de díada, ellas se contienen y a la vez representan ese Nosotros, por lo tanto, no puede haber la una sin la otra –Nosotros sin reciprocidad o amor-, luego entonces el Nosotros implica la relación del Yo con el Tú en donde se construye la relación por la reciprocidad amorosa.
Este amor personal del que hablamos “tiene de entrada un lazo interpersonal, no solamente en el acto de querer al otro, sino también en el conocimiento que tiene la ilusión de su presencia”[10], por lo tanto requiere de una presencia física o espiritual, en donde el amor personal de ambas partes se encuentre y se pueda realizar, se vaya construyendo y fortaleciendo día a día, de no ser así ese lazo interpersonal tiene a irse diluyendo hasta desaparecer. Por tanto, una de las primeras características del Nosotros al que nos referimos es que la presencia, ya sea física o mental, que debe ser constante.
Por otra parte, la segunda característica del Nosotros es que, como constituido por el Yo y el Tú, “las conciencias no se piden nada; y no se vanaglorian más que por la conciencia de ser una en la otra y una por la otra. No es que el yo cese de ser él mismo, pero llegando a ser el tú, cesa de ser el centro suficiente de sí mismo, él no lo es más que por el otro”[11], esto equivaldría a pensar que el fin de esa relación es la persona misma, la persona del otro y de sí, es ambas, pero el fin se manifiesta más claramente en la persona del Tú, pues el Yo deja de ser el centro de sí. Nuevamente se nos recalca que no hay ocultamiento o supresión de la primera persona, sino apertura a la conciencia del otro, lo cual constituye el principio de la reciprocidad como disponibilidad de conocer e interactuar con el Tú.
Esta disponibilidad para interactuar obliga a la comunicación y al diálogo, y cuando hablamos de diálogo o de relación, va implícito por ende el conocimiento, al menos somero de las partes que interactúan, pues se tiene que ser consciente del Yo y del Tú que está frente a mí, pero ese “conocimiento del otro, asociado a éste, puede pasar por menos perfecto que el conocimiento propio del otro sobre sí mismo […] es lo contrario cuando es verdadero pues se trata de una unión mutua de conciencias: juntas se conocen mejor a sí mismas que si lo hicieran por separado”[12], por lo tanto, si reducimos a las relaciones a un mero funcionalismo, convendría unirse a alguien para poder alcanzar el conocimiento propio, mas, en este caso el funcionalismo no es el caso ni la vía ideal, ya que la persona –la del otro y la propia- es vista como un fin y no como un medio. Si se habla de la necesidad de alguien que motive y acompañe mi crecimiento con la certeza de reciprocidad, es natural pensar en la importancia de la presencia efectiva y significativa de parte de ambos, la cual no tiene que ser, en la comunión, evidente, clara y perdurable, ya que se presentan los momentos de distanciamiento en donde el amor que sostiene a la comunión “se convierte entonces en un acto de pura voluntad que no se apoya sobre una presencia, sino sobre el recuerdo o la anticipación de la presencia”[13], y con esto no se quita importancia a la presencia física, pero si se refleja que no es indispensable estar unidos en el cuerpo si se está vinculados en el recuerdo.
Después del párrafo anterior y dando continuidad a la enunciación de las características más representativas del Nosotros, descubrimos que está implica al amor, esta sería su tercera, más importante y noble particularidad que constituye al Nosotros, el amor del que se espera la promoción mutua de las personas que integran la comunión. Pero a este punto ¿a quién se puede atribuir el inicio, la continuación o el final del amor? A este respecto “el amor no es la obra de uno o del otro de aquellos a quienes une; ellos lo perciben o lo forman como el ser de su ser. Ellos son mutuamente precedidos y ninguno sabe de dónde ha venido o a dónde va”[14], sí, es cierto que los hombres no se pueden considerar como la génesis del amor, sino como los continuadores y modeladores de él en sus personas mismas y en su relación, esto afirma que hay un comienzo que es ajeno a cualquiera de sus personas, y de igual forma asegura un fin que no depende de sus planes o proyectos, pues los sobrepasa, luego entonces sólo queda del hombre hacer una vivencia plena y consciente del amor que puede haber entre ambos, el Yo y el Tú.
A todo esto, el Nosotros es la comunión que está enraizada en el amor de una personalidad a otra, y “Estar en comunión es tener conciencia del otro como una singularidad y es sabernos al mismo tiempo idénticos a él”[15], lo cual es reconocer la individualidad existente en cada persona pero al mismo tiempo la identidad que nos une, es reconocer en el otro a alguien semejante a mí, que tiene potencialidades propias; ese es el Nosotros, siempre y cuando esté de por medio el vínculo en el amor recíproco que une a los seres, o en otras palabras “un nosotros une a un yo y a un tú de tal manera que son el uno para el otro y que cada uno queriendo al otro se quiere a sí mismo.”[16], en la diferencia y en la similitud se hacen uno para sí y para el otro; y no necesariamente esto solamente es aplicable en el matrimonio sino en toda relación que camina bajo la sombra de este ideal de Nosotros.
[1] Maurice Nédoncelle, La reciprocidad de las conciencias, Trad. José Luis Vázquez Borau y Urbano Ferrer. España: Caparros, 2002. p. 24
[2] Ibídem p.25
[3] Ibídem p.32
[4] Ibídem p.42
[5] Ibídem p. 44
[6] Ibídem p. 45
[7] Ibídem p.46
[8] Die Bestimmung des Menschen, edit. Médicus, vol. III, p. 355. En Ibidem p. 47
[9] Ibídem p.49
[10] Ibídem p.21
[11] Ibidem p.22
[12] Ibídem p. 22
[13] Ibidem p. 24
[14] Ibídem p.26
[15] Ibídem p. 42
[16] Ibídem p. 45